Minimalismo digital • Cal Newport

El minimalismo digital, el nuevo método para regular cómo quieres relacionarte con la tecnología: desconecta de internet, reconecta con el mundo real.

Los minimalistas digitales ya están entre nosotros.

Son personas relajadas que pueden tener largas conversaciones, perderse en un buen libro, hacer manualidades o salir a correr sin que su mirada se escape constantemente hacia su teléfono móvil.

Utilizando el sentido común y adoptando técnicas sutiles, Cal Newport nos enseñará cuándo usar la tecnología y cuándo prescindir de ella para disfrutar plenamente del mundo offline y reconectar con nosotros mismos.

La tecnología no es mala o buena en sí misma, la clave está en usarla de acuerdo con nuestros valores y necesidades.

Fragmento del libro Minimalismo digital (Paidós), © 2019, Calvin C. Newport. © 2021 Traducción: Montserrat Asensio Fernández. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Cal Newport es profesor de Ciencias de la Computación en Georgetown University. Es autor de cinco libros y escribe el popular blog Study Hacks,

que tiene como propósito descifrar los “códigos para ser exitoso” tanto en los estudios como en el trabajo.

Minimalismo digital | Cal Newport

#AdelantosEditoriales

Capítulo 1

UNA CARRERA ARMAMENTÍSTICA DESEQUILIBRADA

ESTO NO ES LO QUE ESPERÁBAMOS

Recuerdo la primera vez que oí hablar de Facebook: era la primavera de 2004 y estaba en mi último año en la universidad cuando empecé a fijarme en que cada vez más amigos míos hablaban de un sitio web llamado www.thefacebook.com. La primera persona que me enseñó un perfil de Facebook fue Julie, que entonces era mi novia y ahora es mi esposa.

«Recuerdo que, en aquella época, lo veía como algo insustancial», me dijo hace poco. «Nos lo habían vendido como una versión virtual del directorio de estudiantes impreso, algo que podíamos usar para buscar a los novios y las novias de nuestros conocidos.»

La palabra clave de este recuerdo es «insustancial». Facebook no llegó a nuestro mundo con la promesa de transformar radicalmente nuestra vida social y cívica. Solo era una diversión más entre otras muchas. En la primavera de 2004, las personas a las que conocía y que tenían un perfil enpasaban mucho más tiempo jugando a Snood (un rompecabezas parecido al Tetris que logró una popularidad inexplicable) que redefiniendo sus perfiles o contactando con sus amigos virtuales.

«Era interesante —resumió Julie—, pero lo cierto es que no parecía que fuéramos a dedicarle mucho tiempo.»

Tres años después, Apple lanzó el iPhone y desencadenó la revolución del móvil. Sin embargo, lo que muchos olvidan es que la «revolución» original que prometía el dispositivo era mucho más modesta que el impacto real que acabó ejerciendo. En la actualidad, los teléfonos inteligentes han remodelado la experiencia que tenemos del mundo y ofrecen una conexión constante a una matriz de cháchara y de distracción. En enero de 2007, cuando Steve Jobs reveló el iPhone durante su famoso discurso en la conferencia MacWorld, la imagen era mucho menos grandiosa.

Uno de los principales argumentos de venta del iPhone original era que integraba el iPod en el teléfono móvil, de modo que evitaba tener que llevar encima dos dispositivos distintos. (Recuerdo haber pensado que esa era una de las grandes ventajas del iPhone cuando lo anunciaron.) Por lo tanto, cuando Jobs hizo una demostración del iPhone durante el discurso, dedicó los primeros ocho minutos de esta a explicar las características multimedia, antes de concluir exclamando: «¡Es el mejor iPod que hemos hecho nunca!».

Cuando lo lanzaron, otro de los principales argumentos de venta del dispositivo se basaba en las múltiples maneras en que mejoraba la experiencia de la llamada telefónica. En aquella época, fue una gran noticia que Apple obligara a AT&T a abrir su sistema de buzón de voz para dotar al iPhone de una interfaz mejor. En el escenario se hizo evidente también que Jobs estaba enamorado de la sencillez con la que podías repasar los números de teléfono y por el hecho de que las teclas de marcado aparecieran en la pantalla en lugar de requerir botones de plástico permanentes.

«Las llamadas son la aplicación clave», exclamó Jobs entre aplausos. No mencionó características como la mejora del servicio de mensajería o del acceso a internet, que ahora dominan nuestro uso de los móviles, hasta que llevaba ya treinta y tres minutos hablando.

Para confirmar que esta visión limitada no fue una peculiaridad del guion del discurso de Jobs, hablé con Andy Grignon, uno de los integrantes del equipo del iPhone original. «Se suponía que iba a ser un iPod con el que se podría hablar por teléfono», confirmó. «Nuestra misión principal era reproducir música y hacer llamadas telefónicas.» Tal y como me explicó Grignon, al principio Jobs rechazó la idea de que el iPhone se fuera a convertir en una especie de ordenador móvil multifunción que ejecutaría múltiples aplicaciones de terceras partes. «El día en que permitamos que un programador descerebrado escriba un código que lo bloquee —le dijo Jobs un día—, será el día en que alguien lo necesitará para llamar a emergencias.»

Cuando el primer iPhone llegó a las tiendas en 2007, no había App Store, ni notificaciones de redes sociales, ni subida directa de fotos a Instagram ni ningún otro motivo para desviar subrepticiamente la mirada a la pantalla durante la cena. Y Steve Jobs no tenía ningún problema con eso, al igual que los millones de personas que compraron su primer smartphone durante ese periodo. Tal y como sucedió con los primeros usuarios de Facebook, pocos supieron predecir lo mucho que cambiaría en los años siguientes nuestra relación con esa brillante herramienta nueva.

***

Minimalismo digital • Cal Newport

Se acepta de forma general que las nuevas tecnologías, como las redes sociales y los teléfonos inteligentes, han cambiado radicalmente cómo vivimos en el siglo XXI. Podemos plasmar este cambio de múltiples maneras. Creo que el crítico social Laurence Scott acierta de pleno cuando describe la existencia moderna hiperconectada como una existencia en la que «un momento puede resultar extrañamente monótono si existe únicamente en sí mismo».

Lo que pretendo con estas observaciones es insistir en algo que muchos olvidan: que estos cambios, además de ser colosales y transformadores, fueron también inesperados y no programados. Es muy poco probable que alguno de los estudiantes universitarios que en 2004 se registraron enpara buscar a compañeros de clase pudiera predecir que el usuario moderno promedio dedicaría una media de dos horas diarias a las redes sociales y a los servicios de mensajería asociados y que casi la mitad de ese tiempo estaría dedicado solo a productos de Facebook. Del mismo modo, las primeras personas que en 2007 optaron por un iPhone por la funcionalidad de la música habrían demostrado mucho menos entusiasmo si se les hubiera dicho que, en menos de una década, mirarían la pantalla compulsivamente ochenta y cinco veces al día. Esta es una «característica» que sabemos que a Steve Jobs ni se le había pasado por la cabeza mientras preparaba su famoso discurso.

Estos cambios nos pillaron desprevenidos y se sucedieron con gran rapidez antes de que tuviéramos ni la menor oportunidad de dar un paso atrás para preguntarnos qué queríamos en realidad de los rápidos avances de la última década. Añadimos nuevas tecnologías a la periferia de nuestra existencia por motivos menores y, una mañana, nos despertamos y descubrimos que habían colonizado lo más profundo de nuestra vida cotidiana. En otras palabras, no esperábamos el mundo digital en el que ahora nos encontramos sumergidos. Es como si nos hubiéramos caído de bruces en él.

Acostumbramos a olvidarnos de este matiz en la conversación cultural acerca de estas herramientas. En mi experiencia, cuando se habla públicamente de la preocupación en relación con las nuevas tecnologías, los tecnoapologistas se apresuran a defenderse dirigiendo la conversación hacia su utilidad y, por ejemplo, presentan el caso de artistas en dificultades que encontraron un público gracias a las redes sociales o el de los militares desplegados que pueden mantener el contacto con sus familias gracias a la aplicación de WhatsApp.* Entonces, llegan a la conclusión de que no podemos rechazar estas tecnologías tildándolas de inútiles, una táctica que, por lo general, basta para cerrar el debate.

Los tecnoapologistas tienen razón en sus afirmaciones, si bien olvidan lo principal: la utilidad percibida de estas herramientas no es el terreno sobre el que se alza nuestro hastío creciente. Si le preguntas a un usuario habitual de redes sociales por qué usa Facebook o Instagram, seguro que te ofrecerá respuestas razonables. Con toda probabilidad, cada una de esas redes nos ofrece algo útil que resultaría difícil de encontrar en otro sitio: por ejemplo, la posibilidad de mantenernos al día de las fotografías de nuestro sobrino recién nacido o de utilizar un hashtag para seguir un movimiento social.

El origen de nuestra intranquilidad no es evidente en estos casos tan puntuales, pero resulta visible cuando observamos la situación en conjunto y nos percatamos de cómo estas tecnologías en general han conseguido ir mucho más allá de las funciones menores por las que las elegimos originalmente y acaban dictando nuestra conducta y nuestras emociones. Las aplicaciones tecnológicas nos obligan, de algún modo, a usarlas más de lo que nosotros mismos consideramos saludable y, con frecuencia, a expensas de otras actividades que nos parecen más interesantes. En otras palabras, lo que nos incomoda es la sensación de pérdida de control, una sensación que nos invade de múltiples maneras distintas cada día, como cuando nos distraemos con el móvil durante la hora del baño de nuestro hijo o cuando perdemos la capacidad de disfrutar de un momento agradable sin el anhelo urgente de documentarlo para una audiencia virtual.

El problema no es la utilidad, sino la autonomía.

Por supuesto, la siguiente pregunta obvia es cómo diantres nos hemos metido en este lío. En mi experiencia, la mayoría de las personas que tienen dificultades con la faceta virtual de sus vidas no son tontas ni carecen de fuerza de voluntad. Por el contrario, son profesionales de éxito, estudiantes aplicados y padres y madres cariñosos; son personas organizadas que están acostumbradas a perseguir objetivos complejos. Y, sin embargo, las aplicaciones y los sitios web que los llaman desde el otro lado de la pantalla del móvil o de la tableta (únicos entre las múltiples tentaciones a las que se resisten a diario) se las han apañado para expandirse y proliferar mucho más allá de sus funciones originales.

Gran parte de la respuesta a la pregunta de cómo ha sucedido esto es que muchas de estas nuevas herramientas no son en absoluto tan inocentes como podría parecer a primera vista. Las personas no sucumben ante las pantallas por holgazanería, sino porque se han invertido miles de millones de dólares para conseguir que ese resultado sea inevitable. Antes he comentado que parece que hemos caído de bruces en una vida digital que no es la que queríamos. Tal y como explicaré a continuación, quizá sea más exacto decir que las empresas de dispositivos de alta gama y los conglomerados de la economía de la atención nos han empujado a ella, porque han descubierto que pueden amasar fortunas colosales en una cultura dominada por aparatitos y aplicaciones.

VENDEDORES DE TABACO EN CAMISETA

Bill Maher termina los episodios de su programa Real Time en HBO con un monólogo que acostumbra a ser de tema político. Sin embargo, no fue así el 12 de mayo de 2017, cuando miró a la cámara y dijo:

Los magnates de las redes sociales tienen que dejar de hacerse pasar por cerebritos amistosos cuasi divinos que construyen un mundo mejor y empezar a admitir que no son más que vendedores de tabaco en camiseta vendiendo productos adictivos a nuestros hijos. Porque, admitámoslo, comprobar la cantidad de «Me gusta» es el nuevo tabaquismo.

La preocupación de Maher en relación con las redes sociales tenía que ver con un documental de 60 Minutes que se había emitido un mes antes. El documental se titula «Brain Hacking» (Secuestrar cerebros) y en él Anderson Cooper empieza entrevistando a un ingeniero pelirrojo y delgado con la barba de dos días recortada con esmero que caracteriza a los varones jóvenes de Silicon Valley. Se llama Tristan Harris y, después de fundar una start-up tecnológica y de haber trabajado como ingeniero para Google, se salió del camino tan bien marcado que se abría ante él para hacer algo decididamente poco habitual en ese mundo cerrado: destapar la realidad y denunciarla con conocimiento de causa.

Al principio de la entrevista, Harris alza su smartphone y afirma que es una máquina tragaperras.

«¿Qué quieres decir con que es una máquina tragaperras?», le pregunta Cooper.

«Bueno, cada vez que miro el teléfono es como si jugara a la máquina tragaperras para ver “¿Qué he ganado?”», responde Harris. «Hay todo un manual de técnicas que [las empresas tecnológicas] utilizan para conseguir que usemos los teléfonos durante tanto tiempo como sea posible.»

«Entonces, ¿en Silicon Valley se programan aplicaciones o personas?», pregunta Cooper.

«Programan a personas», afirma Cooper. «Siempre se presenta una narrativa que afirma que la tecnología es neutra y que somos nosotros quienes decidimos cómo usarla. Y eso no es cierto en absoluto.»

«¿La tecnología no es neutra?», le interrumpe Cooper.

«No, no lo es. Quieren que la usemos de un modo determinado durante largos periodos de tiempo, porque así es como ellos ganan dinero.»

Bill Maher pensó que la entrevista le recordaba a algo. Reprodujo un fragmento de la entrevista para el público de HBO y preguntó «¿Dónde habré oído esto antes?». Entonces, reprodujo la célebre entrevista de Mike Wallace a Jeffrey Wigand en 1995, en la que el entrevistado confirmó al mundo lo que la mayoría ya sospechábamos: que las tabacaleras adulteraban los cigarrillos para que resultaran aún más adictivos.

«Philip Morris solo quería tus pulmones. La App Store quiere tu alma», concluye Maher.

***

La transformación que llevó a Harris a revelar los secretos de su industria es excepcional, en parte porque la vida que llevaba hasta llegar a ese punto era de lo más normal en términos de Silicon Valley. Harris, que en el momento que escribo este libro está a mitad de la treintena, se crió en la zona de la bahía de San Francisco. Como tantos otros ingenieros, creció pirateando su Macintosh y escribiendo códigos informáticos. Estudió informática en la Universidad de Stanford y, cuando se licenció, continuó su formación con un máster mientras trabajaba en el célebre Persuasive Technology Lab de B. J. Fogg, que estudia cómo se puede usar la tecnología para modificar el modo en que las personas piensan y actúan. En Silicon Valley conocen a Fogg como el «creador de millonarios», en referencia a la gran cantidad de personas que han pasado por su laboratorio y luego han aplicado lo aprendido para construir lucrativas empresas tecnológicas (un grupo que incluye, entre otras luminarias puntocom, a Mike Krieger, el cofundador de Instagram). Harris siguió el itinerario establecido y, una vez suficientemente instruido en el arte de la interacción entre la mente y los dispositivos tecnológicos, abandonó el máster y fundó Apture, una empresa tecnológica que usaba contenidos en ventanitas emergentes para aumentar el tiempo que los usuarios pasaban en los sitios web.

En 2011, Google adquirió Apture y Harris empezó a trabajar allí. Y fue en Google donde Harris, que ahora trabajaba en productos que podían afectar a la conducta de cientos de millones de personas, se empezó a preocupar. Después de una experiencia reveladora en Burning Man, Harris, en un movimiento digno de un guion de Cameron Crowe, escribió un manifiesto con 144 diapositivas titulado «Una llamada a minimizar las distracciones y a respetar la atención de los usuarios» y lo envió a un pequeño grupo de amigos en Google. Pronto llegó a miles de personas en la empresa, incluido al codirector ejecutivo, Larry Page, que lo convocó a una reunión para hablar de esas ideas rompedoras. Page inventó para Harris el cargo de «filósofo de producto».

Sin embargo, nada cambió. En una entrevista de 2016 en The Atlantic, Harris atribuyó la falta de cambios a la «inercia» de la organización y a la falta de claridad acerca de lo que él defendía. Por supuesto, la principal causa de fricción es, casi con toda seguridad, mucho más sencilla: minimizar las distracciones y respetar la atención del usuario supondría reducir los ingresos. El uso compulsivo vende, algo que Harris reconoce ahora cuando afirma que la economía de la atención lleva a empresas como Google a una «carrera hasta el fondo del tronco del encéfalo».

Así que Harris dimitió y fundó una organización sin ánimo de lucro, Time Well Spent (tiempo bien invertido), cuya misión es exigir tecnología que «nos sirva, no publicidad»8 e hizo públicas sus advertencias acerca de lo lejos que las empresas tecnológicas están dispuestas a llegar para «secuestrar» nuestra mente.

Vivo en Washington D.C. y aquí se tiene asumido que los mayores escándalos políticos son los que confirman algo negativo que la mayoría de las personas ya sospechaban que era cierto. Es posible que esto explique el fervor con el que fueron recibidas las revelaciones de Harris. Poco después de sus primeras declaraciones apareció en la portada de The Atlantic, lo entrevistaron en 60 Minutes y en NewsHour de PBS y lo invitaron a pronunciar una charla TED. Durante años, quienes nos quejábamos de la aparente facilidad con que la gente se estaba volviendo esclava de sus móviles habíamos sido acusados de alarmistas. Entonces llegó Harris y confirmó lo que muchos de nosotros, cada vez más, sospechábamos que era cierto. Estas aplicaciones y sitios web tan elegantes no eran, tal y como dijo Bill Maher, regalos de los «cerebritos amistosos cuasi divinos que construían un mundo mejor». Por el contrario, los habían diseñado para meternos máquinas tragaperras en los bolsillos.

Harris tuvo la valentía moral necesaria para advertirnos de los peligros que ocultan nuestros dispositivos. Sin embargo, si queremos evitar sus efectos más perniciosos tenemos que entender mejor cómo es posible que puedan subvertir con tanta facilidad nuestras mejores intenciones en relación con nuestra vida. Por suerte, contamos con un buen guía que nos puede ayudar a conseguir este objetivo. Durante los mismos años en que Harris se enfrentaba al dilema ético que le suponía el impacto de la tecnología adictiva, un joven profesor de márquetin en la Universidad de Nueva York dedicó su prodigiosa atención a averiguar cómo funciona exactamente esta adicción a la tecnología.

***

Antes de 2013, la tecnología apenas ofrecía interés como objeto de estudio para Adam Alter.9 Profesor de negocios con un doctorado de Princeton en psicología social, Alter estudió la cuestión más general de cómo las características del mundo que nos rodea influyen en nuestros pensamientos y en nuestra conducta.

Por ejemplo, la tesis doctoral de Alter estudia cómo las conexiones casuales entre dos personas pueden afectar a lo que sienten la una por la otra. «Si descubres que compartes el día de cumpleaños con alguien que ha hecho algo terrible —me explicó Alter—, lo detestarás más que si desconocieras ese dato.»

Su primer libro, Drunk Tank Pink, catalogaba numerosos ejemplos en los que factores ambientales aparentemente insignificantes habían dado lugar a cambios de conducta importantes. El título, por ejemplo, alude a un estudio que demostró que los reclusos borrachos y agresivos en el correccional de la Armada estadounidense en Seattle se calmaban de manera significativa después de permanecer durante tan solo quince minutos en una celda pintada en un tono concreto de rosa chicle, igual que los niños canadienses que estudiaban en un aula de ese mismo color. El libro también revela que llevar una camisa roja en el perfil de un sitio de citas generará mucho más interés que cualquier otro color y que cuanto más fácil sea pronunciar tu nombre, más rápidamente avanzarás en la profesión legal.

El año 2013 supuso un punto de inflexión en la carrera de Alter, debido a un vuelo que realizó a través del país, de Nueva York a Los Ángeles. «Tenía planes para ese viaje: pensaba dormir un rato y luego adelantar algo de trabajo, pero mientras el avión se dirigía a la pista de despegue empecé a jugar al 2048, un sencillo juego de estrategia en el móvil. Cuando aterrizamos, seis horas después, aún seguía enganchado al juego», me explicó.

Después de la publicación de Drunk Tank Pink, Alter había empezado a buscar un nuevo tema de investigación. Y la búsqueda lo llevaba de vuelta una y otra vez a una misma pregunta: «¿Cuál es el factor individual que moldea en mayor medida nuestra vida en la actualidad?». Tras su experiencia de juego compulsivo durante las seis horas que duró el vuelo, la respuesta se le reveló con precisión: las pantallas.

A estas alturas, muchas otras personas ya se habían empezado a plantear preguntas importantes acerca de la relación aparentemente tóxica que mantenemos con nuevas tecnologías como los teléfonos inteligentes o los videojuegos, pero Alter se diferenciaba del resto por su formación en psicología y, en lugar de abordar la cuestión como un fenómeno cultural, se centró en sus raíces psicológicas. Este nuevo punto de vista llevó a Alter de manera inevitable y claramente en una dirección preocupante: la ciencia de la adicción.

*Este ejemplo procede de mi experiencia personal. En otoño de 2016 participé en un programa de radio nacional de la emisora CBC en Canadá para hablar de una columna que escribí para The New York Times y en la que cuestionaba que las redes sociales promovieran el desarrollo profesional. El presentador me sorprendió ya al principio del programa cuando invitó a la conversación a un participante inesperado: un artista que promociona sus obras en las redes sociales. Lo más curioso fue que, durante la entrevista, el artista admitió (espontáneamente) que las redes sociales le empezaban a distraer demasiado y que ahora se tomaba vacaciones prolongadas de las mismas para poder avanzar en el trabajo.

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