Una apuesta, una infidelidad y una canción prohibida: la boda de Brigitte Bardot y Gunter Sachs

A pesar del complicado rodaje, La verdad fue un éxito y el principio de papeles más serios y de más enjundia junto a directores de talento, como Louis Malle o Jean-Luc Godard, con el que rodó El desprecio, porque la nouvelle vague francesa también deseaba a B.B. Comenzó a salir con el músico Sami Frey y después con el brasileño Bob Zagury (junto al que ayudó a popularizar el pueblecito de Búzios en el mundo). Los 60 fueron tan amables como los 50 con ella; lejos de quedarse en un símbolo erótico de otra época, la aplastante modernidad la abrazó con pasión; John Lennon, otro icono al otro lado del canal de la Mancha, la veneraba y la consideraba el epítome de la mujer perfecta. ¡Viva María!, de Louis Malle, supuso un gran éxito internacional y una buena amistad con su compañera Jeanne Moreau. Y, después de un breve flirt con su dentista, llegó mayo del 66 y con él, Gunter Sachs.

Apenas había pasado un mes desde que se habían conocido cuando Sachs y Brigitte se conocían desde hacía menos de un mes cuando se prometieron, y la boda comenzó a organizarse con prontitud germánica. Se embarcaron en un avión de Air France con los nombres falsos de señor Sahatz y señora Bordat, con destino a Los Ángeles. Llegaron a Las Vegas el 13 de julio del 66, a bordo del jet privado de Ted Kennedy –amigo del millonario–, decorado con rosas blancas.Esa noche, de madrugada, a la 1:30 de ya el día 14, se casaron en una ceremonia exprés típica del lugar que duró menos de diez minutos. Ella vestía un vestido recto, sencillo y minifaldero; él una americana negra de tres botones, pantalones blancos y zapatos Gucci sin calcetines. Un vídeo de Paris Match recogía la ceremonia y el posterior paseo de los recién casados rodeados de los neones de casinos. Ella aseguraba: “Es la historia de amor más bella que he conocido. Vivo un verdadero cuento de hadas. Gunter es un señor, un verdadero príncipe encantador: el último”.

Por supuesto, no lo fue. Brigitte ya había comenzado a sentir cierta suspicacia hacia el séquito de Gunter, compuesto de otros playboys y bellas mujeres, antes de casarse. De los Ángeles volaron a Papeete, para un paradisíaca luna de miel en Polinesia y Bora-Bora, estropeada porque ella se hizo una herida en el pie nadando y por la ubicua presencia de paparazzis. De ahí fueron a Acapulco, donde, según la biografía de la Bardot de Barnett Singer, ella comenzó a escuchar una fea historia sobre que él se había casado con ella para ganar una apuesta. Pero estaba enamorada de su marido con desesperación, así que no hizo nada. Regresaron juntos a París, y allí quedó claro que la existencia común iba a ser difícil, si no imposible. Brigitte se negó a mudarse al lujoso apartamento de Gunter en la avenida Foch; sentía que aquel no era su estilo de vida y le incomodaban las señales y restos de las muchas mujeres que por allí habían pasado. Nunca llegó a tener llave del piso. Aun viviendo en la misma ciudad, sus radios de acción eran distintos; a ella le gustaban los bistrots sencillos, a él los restaurantes de alto copete y las grandes fiestas a las que había que acudir acicalado. Ella quería una vida más tranquila, mientras que él estaba acostumbrado a ir siempre en una montaña rusa. Aquella forma de vida frenética era atrayente, pero también agotadora. Los paparazzis les fotografían paseando a un guepardo llevado por una cadena, vestidos con ropa fabulosa al borde de una piscina, esquiando en Gstaad junto al pequeño Rolf o en fiestas de disfraces junto a Salvador Dalí. Gunter podía ofrecer todo lo que el dinero podía comprar, pero eso resultaba no ser suficiente. Tal vez lo que necesitaba Brigitte, y lo que necesitaba él también, era un compañero leal, y ninguno de los dos estaba en condiciones de ser eso para el otro. Sus trabajos, sus agendas y sus formas de entender la vida chocaban demasiado, una vez desvanecido el mutuo resplandor inicial.

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