Así deslocaliza el mundo desarrollado los procesos contaminantes

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Es lógico pensar que, cuando uno desecha un aparato electrónico en un punto designado para tal efecto o tira basura reciclable en el contenedor del color apropiado, los materiales serán procesados cerca para su aprovechamiento, con la consiguiente reducción del impacto medioambiental que tendrían de otra forma. Pero no siempre sucede así. Para confirmarlo basta darse una vuelta por el distrito de Guiyu, en la ciudad china sureña de Shantou.Así deslocaliza el mundo desarrollado los procesos contaminantes Así deslocaliza el mundo desarrollado los procesos contaminantes

Aquí, las montañas de basura electrónica y de plástico alcanzan proporciones épicas. Y dan trabajo a miles de personas que se dedican a su reciclaje. Algunos se especializan en recuperar componentes de teléfonos móviles, en los que las etiquetas en numerosos idiomas certifican que son importados; otros prefieren el plástico porque es más sencillo de manipular; y los que cuentan con recursos más avanzados extraen cobre y oro de todo tipo de aparatos electrónicos.

Hasta 2013, el trabajo se realizaba de forma precaria en talleres ubicados en los bajos de los edificios. La mayoría de las empresas que se dedicaban al reciclaje eran familiares y se regían por una sola norma: la del máximo beneficio. Aunque hace un lustro las autoridades ordenaron que los 1.200 talleres registrados en el lugar se uniesen en 29 empresas de mayor tamaño y se mudasen a un nuevo parque industrial dedicado al reciclaje, Guiyu sigue oliendo a plástico quemado y la actividad ilegal resiste aquí y allá.

Pero todo puede cambiar ahora, porque el 1 de enero entró en vigor la nueva normativa china que prohíbe la importación de 24 tipos de residuos, entre los que se encuentran diferentes plásticos, papel y textiles. No es asunto baladí, porque desde la década de los ochenta el gigante asiático es el principal comprador de este tipo de basura que, generalmente, procede de países desarrollados. En total, en 2015 China importó 46 millones de toneladas de desechos que, después de ser reciclados, sirven para satisfacer en parte la enorme demanda interna de materias primas. En 2016, el 56% de toda la basura que se movió por el mundo acabó en el país de Mao.

Pero como sucedía —y continúa sucediendo a menor escala— en Guiyu, la falta de instalaciones adecuadas y el procesamiento de cantidades tan grandes de desechos provoca graves daños medioambientales —en esta localidad los ríos son de color negro— y preocupantes problemas de salud en la población —Guiyu tiene uno de los índices más elevados de cáncer—. “La prohibición ayudará a reducir los riesgos medioambientales que provoca esta basura y también servirá para aumentar la capacidad que tiene el sector del reciclaje en China para abordar el rápido aumento de los desechos producidos por los 1.300 millones de chinos”, explicaba el pasado día 15 un artículo del diario oficial China Daily.

No en vano, aunque todavía no alcanza los casi 300 millones de toneladas de basura producidos anualmente en Estados Unidos, China se acerca rápido a esas cifras: el año pasado produjo 190 millones. El crecimiento del consumo, sumado a factores como el auge del comercio electrónico, que va ligado a un mayor uso de materiales necesarios para el embalaje, ha hecho que China se sitúe casi a la par del mundo desarrollado en la producción de residuos.

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Es una coyuntura complicada para el Gobierno de Pekín, que está poniendo en marcha todo tipo de medidas para aumentar la eficiencia industrial, reducir su crónica dependencia de los combustibles fósiles y también los niveles de contaminación —este año ha logrado disminuir considerablemente la polución atmosférica en Pekín, una de las ciudades más afectadas—. El veto a la importación de basuras se enmarca dentro del ambicioso vuelco que quiere dar el país más poblado del mundo, y se va a notar con fuerza en el resto del planeta.

De hecho, ya lo está haciendo. El mismo día 1, cuando entró en vigor la nueva normativa, la radio PRI informó de la enorme cantidad de basura que son incapaces de procesar las plantas de reciclaje de Estados Unidos, un país que el año pasado exportó 37 millones de toneladas de desechos —4.000 contenedores diarios— por un valor de 16.500 millones de dólares (unos 13.700 millones de euros). Un tercio tuvo como destino China.

Al día siguiente, el diario The Guardian se hizo eco de una situación similar en el Reino Unido. “Durante 20 años hemos exportado nuestro plástico a China, y ahora la gente no sabe qué va a suceder”, reconoció al periódico británico el director de la Asociación de Reciclaje del país, Simon Ellin. Según Greenpeace, Gran Bretaña ha exportado 2,7 millones de toneladas de desechos plásticos a China desde 2012. Una cantidad que supone dos tercios del total. Y, en la primera década de este siglo, un 87% del plástico recogido en la Unión Europea para su reciclado acabó en el gigante asiático.

Sin duda, la prohibición dictada por Pekín ha dejado al descubierto un lucrativo negocio del que pocos son conscientes. Pero no es nada nuevo. “En gran medida, si los países desarrollados han logrado crear un entorno limpio no ha sido por la adopción de estrictas normativas medioambientales, sino gracias a dos procesos de deslocalización propiciados por la globalización: han trasladado a los países en vías de desarrollo el reciclaje de sus residuos y la fabricación de productos que requieren procesos muy contaminantes”, explica Xu Bin, profesor de la China-Europe International Business School (CEIBS).

En definitiva, el Primer Mundo ha deslocalizado su polución trasladando la producción contaminante a países pobres. Desde la industria pesada y el procesamiento de materias primas, hasta los textiles. En el subcontinente indio, por ejemplo, la producción de ropa no solo tiene un elevado coste humano. El inadecuado —y a veces inexistente— tratamiento de aguas residuales en las fábricas se ha convertido en una de las principales fuentes de contaminación de sus vías fluviales y, por ende, también de las tierras aledañas.

Fuentes de la industria reconocen que hacen falta unos 5.000 litros de agua para producir un solo pantalón vaquero con aspecto desgastado. “Sería difícil cumplir con las normativas europeas, así que lo hacemos en Bangladés”, reconoce un responsable de producción de una marca occidental que pide mantenerse en el anonimato. “Hacer bien las cosas es caro y difícil, porque, aunque a veces se lleven las manos a la cabeza con algún reportaje sobre las condiciones laborales, a los consumidores lo que más les preocupa es el precio”, sentencia.

Nadie duda de que esta deslocalización de la contaminación y del trabajo semiesclavo va a continuar inmutable, aunque el auge de China —y el consecuente aumento de sus costes— hará que se centre en otros países. Sobre todo en el sudeste asiático y en el subcontinente indio, donde los niveles de renta todavía son menores, el Gobierno propicia la fabricación de productos con poco valor añadido como fuente de empleo y de riqueza, y las normativas medioambientales y laborales resultan más laxas.

La planta de reciclaje de Europa

Buen ejemplo de ello es el desguace de gigantescos barcos de todo tipo de banderas en las costas de Chittagong, en Bangladés. Aunque la situación ha mejorado sensiblemente en los últimos años, el proceso se sigue realizando a la vieja usanza: a mano, con herramientas muy rudimentarias y sin ningún tipo de equipamiento de seguridad. Las bolsas de gas que se forman en los tanques de combustible son un peligro que causa numerosas muertes cada año entre los desguazadores, y la limpieza de los mismos convierte las playas en franjas de arenas negras.

No muy lejos de allí, en la capital, Dacca, el reciclaje de basura procedente de los cinco continentes se realiza de forma similar. Pequeñas instalaciones convierten el plástico en lascas, y un ejército de trabajadores —entre los que no faltan niños— completan el proceso para que diferentes empresas puedan reutilizar el material. “Aquí la mayoría del plástico viene de Europa. Otras fábricas reciben el de Estados Unidos”, comenta uno de los responsables. A su alrededor, junto a un río mugriento, mujeres y adolescentes descalzos y desprovistos de cualquier protección clasifican los plásticos según su color y consistencia. Ninguno piensa en las consecuencias que esa labor puede tener para su salud y la del propio país. Bastante tienen con trabajar para llevarse algo a la boca.

“Los Gobiernos de los países desarrollados deben evitar la hipocresía. Tienen la obligación moral de promover fuera de sus fronteras lo mismo que exigen en su territorio. La población de esos países, además, debería ser informada de lo que se hace con su basura”, afirma la activista social bangladesí Shirin Akter. “Los ciudadanos no pueden elegir qué se hace con sus residuos, pero sí pueden exigir a sus gobernantes que sean consecuentes”, apostilla.

En Guiyu, no obstante, están convencidos de que la basura occidental continuará llegando a pesar de la prohibición, porque una parte importante entra de forma ilegal. “Algunas empresas privadas involucradas en este contrabando separan lo aprovechable y no procesan apropiadamente el resto, lo cual puede continuar contaminando el entorno”, comentó Jiang Jianguo, profesor de la Facultad de Medio Ambiente de la Universidad de Tsinghua, al diario South China Morning Post.

En julio del año pasado, las autoridades chinas amonestaron a 800 empresas que no cumplían con las normas de reciclaje. Y en noviembre informaron del arresto de 259 involucrados en la importación ilegal de 303.000 toneladas de basura. “Si todos los países actuasen como China, la contaminación en el mundo se reduciría considerablemente”, señala Akter. “Desafortunadamente, eso no les interesa ni a quienes se deshacen de la basura, ni a quienes la compran”.

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